De ultra y violento… a pacífico y sacerdote
Una chica, de la que estuvo enamorado, tuvo mucho que ver en su cambio de vida
06/03/2009 Gonzalo Altozano
Estas manos han pasado de apalear a bendecir. ¿Un milagro?
Sus antiguos camaradas saben perfectamente dónde encontrarlo. O sea, que no es por miedo que desea permanecer en el anonimato (¿miedo, él? ¡De qué!). Es porque hay varias productoras interesadas en llevar su vida a la pantalla y él lo único que quiere es dedicarse enteramente a su vocación. Entendemos el interés de los guionistas; pocas veces se encuentran historias así: una adolescencia de odios y violencias, el amor de una chica que le devuelve a la fe, un encuentro personal con Cristo…
Nunca fue delegado de clase, pero tenía madera de jefe. Quizás porque pegó el estirón muy pronto, quizás porque, año tras año, ocupaba, castigado, los primeros bancos de clase. Fuera lo que fuese, algo en él hacía que los demás lo tuvieran en cuenta. No sólo los de su curso, también los mayores. Y, entre éstos, los de peor reputación, los que salían los fines de semana a pegarse. No para ser los duros de la discoteca, sino movidos por un afán superior: España. Estaban llamados a salvar a la patria. O eso decían ellos. Esta historia arranca en Madrid con la década de los noventa.
¿Qué niño de once años hubiera dicho que no a andar con malotes de dieciséis y diecisiete, aunque fuese de mascota? Y con razón cuando las perspectivas a corto plazo eran ser uno más de la tribu. Aunque para eso no bastaba con apuntar maneras. Aquí, el valor, a diferencia de en la mili, no se suponía, había que acreditarlo. Por eso, una tarde, al salir de clase, le llevaron frente a un cajero automático y le dieron un bate de béisbol. No era un rito de iniciación. O no sólo. Era un test de patrioterismo callejero. Lo pasó con nota: en pocos minutos, donde antes había habido una máquina expendedora de billetes, sólo quedaba un hueco.
Limpiar España
Lo siguiente fue una serie de visitas guiadas al Madrid de los Austrias, con alguna escapada a la sierra, donde la lectura de los clásicos fascistas siempre es más reposada. Sin olvidar el adiestramiento en técnicas de lucha, que no estaban las calles para vivir de las rentas de un pasado glorioso hecho piedra, cual boy scouts ideologizados. Por si el cachorro tuviera dudas, una noche lo llevaron a los bajos de plaza de España. Comenzaban a llegar a nuestro país los primeros inmigrantes y los negros que allí acampaban, envueltos en mantas y cartones, se prestaban a la metáfora racista: sanguijuelas pegadas a la piel hermosa de la madre patria. ¡Afuera con ellos!
Una empresa de tales magnitudes -limpiar España- necesitaba un plan pegado a la realidad: había que ir barrio por barrio. A él lo encuadraron en la patrulla que vigilaba las calles del suyo, Argüelles, donde vivía con sus padres. No era ésta la única partida de la porra que operaba en Madrid. La misión de éstas era doble: reclutar cruzados para la causa y mantener la ‘chusma’ a raya. Para lo primero, se exigía diplomacia, don de gentes, capacidad de liderazgo; para lo segundo, un manejo del bate propio de un jugador de los Yankees.
Nuestro protagonista enseguida marcó estilo. Antes de cumplir los trece, era un mago de la persuasión y la violencia, lo que le hizo ir subiendo puestos en el escalafón, hasta ocupar la jefatura de la patrulla de su barrio. Entonces supo que aquello no era un juego. Empezó a ir a sitios a los que no todos iban, reuniones con peces gordos que le daban palmadas en la espalda y le decían “muy bueno lo tuyo, chaval, trátame de tú”. Le habían avisado de que no era fácil llegar hasta allí. Lo que nunca nadie le había dicho -ya lo comprobaría él- es que más difícil era salir.
Una sonrisa de oreja a oreja
Si le preguntas en cuántas peleas estuvo metido los años -seis, casi siete- que duró su aventura ultra, te dice que perdió la cuenta. Sólo sabe que no mató a nadie y que siempre corrió más que la Policía. Sí recuerda que la violencia era adictiva y le generaba ansiedad, que él paliaba a base de remedios seculares: sexo, drogas, alcohol… También recuerda broncas en las que pensó si no sería otro el que pegaba. No habla de posesión maligna, pero sí de influencia. Además de esto, con frecuencia llegaban del alto mando órdenes que nada tenían que ver con la misión salvadora de la patria. Él, como buen soldado, no las discutía: las ejecutaba. Pero empezaba a no entender algunas cosas. Cada vez le costaba más llegar a casa, reconocerse en el espejo, dormir de un tirón.
Sus padres nunca le preguntaron en qué líos andaba, quizás por lo evidente de la respuesta: su cuarto se había convertido en un búnker y él ya no era un ángel. Como trataran de imponerle su autoridad, era capaz de levantar la voz. O la mano. Ellos, lejos de amilanarse, decidieron actuar. Y lo hicieron siguiendo una política de hechos consumados: por su cuenta, sin consultarle nada. El colegio al que había ido desde niño se había convertido en el cuartel general de la patrulla, así que lo llevaron a un instituto a las afueras de Madrid. Para asegurarse de que iría a clase, al cambio de centro siguió uno de domicilio. No se lo perdonó, al menos durante el año que estuvo sin dirigirles la palabra.
La idea que de nuestro protagonista se hicieron sus camaradas fue letal: ya no era él quien llevaba los pantalones en casa. Luego era débil. Merecía el mismo trato que un inmigrante, que un yonqui, que un travesti. O uno peor, pues sabía demasiado. Que se cuidara mucho de dejarse caer por ciertas calles. Ahora sí que no entendía nada. Su aterrizaje en el instituto, con el curso ya empezado, no ayudó a que se le aclararan las ideas. Aquello le pareció un nido de hippies y de rojos. Por más que nunca había participado de la estética skin, cualquiera podía leer la crónica de los últimos años de su vida: la llevaba escrita en la mirada, endurecidísima; tanto, que nadie se atrevía a mantenérsela. Salvo esa chica que, cada mañana, le saludaba con una sonrisa de oreja a oreja. El detalle le enamoró. ¡A él, para quien las mujeres habían sido carnaza, el reposo del guerrero urbano!
Ella se lo dejó claro desde el minuto cero: quería su amistad, nada más. Él, con tal de que fuera suya, se pegó a sus amigos, un grupo de parroquia. Estaba dispuesto a todo. Bueno, a todo todo… Una vez ella le pidió que la acompañara a una pascua juvenil y él, queriéndola mucho, le dijo que no. A cambio, ella le hizo prometer un dibujo de Jesús en Getsemaní. Mientras lo dibujaba, se encontró con un hombre solo, al que traicionaban sus amigos, pero que moría por amor. A él también le habían dado de lado, pero, a diferencia de Cristo, seguía lleno de odio. Allí, en la soledad de su cuarto, por primera vez en años, rompió a llorar. No sería la última vez.
“Si quieres hacer reír a Dios…”
En otra ocasión ella y sus amigos le pidieron que les acompañara a la parroquia a echar una mano con unas cajas. En esas estaba cuando reparó en un cartel mal colgado en el tablón. Al ir a colocarlo, pudo leer: “Confesiones los miércoles después de misa”. Y pensó: “A mí es imposible que me perdonen”. Días después, y con la misma decisión con que había liderado tantísimas acciones de comando, fue a ver al cura. Quería pedirle que dejara de colgar cartelitos para engañar a los incautos, no fuera a ser que alguno se lo creyese y se hiciera ilusiones. El sacerdote, lejos de echarle con cajas destempladas, le oyó en confesión.
¿Cuándo había sido la última vez? ¡Ni se acordaba! Los pecados no los dijo, los vomitó. Llevaban ahí tantísimo tiempo pudriéndose, pudriéndole, que vaciarse de ellos fue un alivio. Mientras el cura le daba la absolución, quiso haberle dicho: “Pero ¿qué hace? ¿No ve que doy asco?”. Aunque sólo acertó a llorar. Quizás porque empezaba a entender algo: había sido salvado. Salió de allí con la expresión que era otra. ¡Por fin podían mirarle a la cara!
Mirarte a la cara. Cuando te has pasado tantos años metiendo miedo, nadie lo hace. Al principio, que no se atrevan, es un subidón. Luego puede llegar a desesperarte hasta el suicidio. Eso le pasó a aquel correligionario suyo que se tiró de lo alto de la Torre de Madrid para que, al reconocerle, tuvieran que mirarle a la cara. Así lo dejó escrito en una nota de despedida. ¿Por qué no había tomado él la vertical que va derechita a la muerte? En la respuesta a la pregunta tantas veces repetida estaban sus padres y la chica de la sonrisa. Y, mezclado con ellos, al principio de fondo, luego bien de cerca, Jesús.
Su encuentro con Él le cambió la vida, que ya no era algo que tirar a la basura, sino que proclamaba la grandeza de Dios. Dos mil años después, Cristo seguía operando milagros. Tras una adolescencia de odios y violencias, nuestro protagonista se apuntó a un curso de confirmación y comenzó a ir a misa; un verano volvió de las misiones con un montón de fotos en las que salía jugando con niños negros (¡qué hubieran dicho los camaradas!); su búsqueda de la belleza (”El mundo será salvado por la belleza y la belleza es Cristo”, Dostoyevski) hizo que se matriculara en Historia del Arte; al acabar la carrera, entró de profesor en un colegio; años atrás, la chica de la sonrisa había terminado cediendo; sonaban campanas de boda…
Aquí encaja la primera frase de la película Bella: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Oyendo misa en la catedral de Santiago, supo que el Evangelio seguía hablando. Aquella peregrinación había sido accidentada. En un alto en el camino, ya en el tramo final, cuando se duchaba, le robaron todo. Y allí estaba él, en la cripta, con ropa prestada, atento a la lectura del día. “No llevéis bolsa, ni morral, ni sandalias…”. Dios le pedía más. ¿Qué? De momento, cortar la relación con su novia.
En el seminario
Sentía que su corazón estaba hecho para amar a más personas, le iba la vida de parroquia más que la del hogar, un amigo suyo acababa de ordenarse sacerdote… ¿Acaso…? Por preguntar… En el seminario le dijeron que lo fuera mirando, sin prisas. Durante un curso, todos los sábados, a espaldas de sus padres, estuvo yendo a Introductorio. Un día, después de clase, le pidieron que se quedara. Pensó: “Ya está, no tengo vocación”. “Si quieres, empiezas mañana”, le dijeron. Al llegar a casa, le preguntó a su madre dónde guardaba las sábanas. “En el armario, ¿por?”. “No, por nada, porque mañana me marcho al seminario”. En un punto del infinito, allá donde se cruzan las paralelas y el viento da la vuelta, resuena aún la bronca de sus padres.
Esta vez los que a punto estuvieron de retirarle la palabra fueron ellos. En cinco años fueron a verlo dos veces al seminario. Una cosa es que fuera a misa todos los días -ellos, encantados- y otra que se metiera a cura. Sin embargo, hoy no quieren otra cosa para su hijo: lo ven tan feliz, tan en su sitio… Así también debieron de verlo los dos energúmenos que se colaron en su ordenación. Fueron a reventársela… y salieron hechos un lío. En los viejos tiempos, su amigo no hubiera dudado en llevarse por delante a quien se pusiera en medio. Ahora estaba dispuesto a entregar la vida. ¿Por qué? Quién sabe, quizás insistieron en la pregunta y ellos también llegaron a la única respuesta posible: Cristo.
Una chica, de la que estuvo enamorado, tuvo mucho que ver en su cambio de vida
06/03/2009 Gonzalo Altozano
Estas manos han pasado de apalear a bendecir. ¿Un milagro?
Sus antiguos camaradas saben perfectamente dónde encontrarlo. O sea, que no es por miedo que desea permanecer en el anonimato (¿miedo, él? ¡De qué!). Es porque hay varias productoras interesadas en llevar su vida a la pantalla y él lo único que quiere es dedicarse enteramente a su vocación. Entendemos el interés de los guionistas; pocas veces se encuentran historias así: una adolescencia de odios y violencias, el amor de una chica que le devuelve a la fe, un encuentro personal con Cristo…
Nunca fue delegado de clase, pero tenía madera de jefe. Quizás porque pegó el estirón muy pronto, quizás porque, año tras año, ocupaba, castigado, los primeros bancos de clase. Fuera lo que fuese, algo en él hacía que los demás lo tuvieran en cuenta. No sólo los de su curso, también los mayores. Y, entre éstos, los de peor reputación, los que salían los fines de semana a pegarse. No para ser los duros de la discoteca, sino movidos por un afán superior: España. Estaban llamados a salvar a la patria. O eso decían ellos. Esta historia arranca en Madrid con la década de los noventa.
¿Qué niño de once años hubiera dicho que no a andar con malotes de dieciséis y diecisiete, aunque fuese de mascota? Y con razón cuando las perspectivas a corto plazo eran ser uno más de la tribu. Aunque para eso no bastaba con apuntar maneras. Aquí, el valor, a diferencia de en la mili, no se suponía, había que acreditarlo. Por eso, una tarde, al salir de clase, le llevaron frente a un cajero automático y le dieron un bate de béisbol. No era un rito de iniciación. O no sólo. Era un test de patrioterismo callejero. Lo pasó con nota: en pocos minutos, donde antes había habido una máquina expendedora de billetes, sólo quedaba un hueco.
Limpiar España
Lo siguiente fue una serie de visitas guiadas al Madrid de los Austrias, con alguna escapada a la sierra, donde la lectura de los clásicos fascistas siempre es más reposada. Sin olvidar el adiestramiento en técnicas de lucha, que no estaban las calles para vivir de las rentas de un pasado glorioso hecho piedra, cual boy scouts ideologizados. Por si el cachorro tuviera dudas, una noche lo llevaron a los bajos de plaza de España. Comenzaban a llegar a nuestro país los primeros inmigrantes y los negros que allí acampaban, envueltos en mantas y cartones, se prestaban a la metáfora racista: sanguijuelas pegadas a la piel hermosa de la madre patria. ¡Afuera con ellos!
Una empresa de tales magnitudes -limpiar España- necesitaba un plan pegado a la realidad: había que ir barrio por barrio. A él lo encuadraron en la patrulla que vigilaba las calles del suyo, Argüelles, donde vivía con sus padres. No era ésta la única partida de la porra que operaba en Madrid. La misión de éstas era doble: reclutar cruzados para la causa y mantener la ‘chusma’ a raya. Para lo primero, se exigía diplomacia, don de gentes, capacidad de liderazgo; para lo segundo, un manejo del bate propio de un jugador de los Yankees.
Nuestro protagonista enseguida marcó estilo. Antes de cumplir los trece, era un mago de la persuasión y la violencia, lo que le hizo ir subiendo puestos en el escalafón, hasta ocupar la jefatura de la patrulla de su barrio. Entonces supo que aquello no era un juego. Empezó a ir a sitios a los que no todos iban, reuniones con peces gordos que le daban palmadas en la espalda y le decían “muy bueno lo tuyo, chaval, trátame de tú”. Le habían avisado de que no era fácil llegar hasta allí. Lo que nunca nadie le había dicho -ya lo comprobaría él- es que más difícil era salir.
Una sonrisa de oreja a oreja
Si le preguntas en cuántas peleas estuvo metido los años -seis, casi siete- que duró su aventura ultra, te dice que perdió la cuenta. Sólo sabe que no mató a nadie y que siempre corrió más que la Policía. Sí recuerda que la violencia era adictiva y le generaba ansiedad, que él paliaba a base de remedios seculares: sexo, drogas, alcohol… También recuerda broncas en las que pensó si no sería otro el que pegaba. No habla de posesión maligna, pero sí de influencia. Además de esto, con frecuencia llegaban del alto mando órdenes que nada tenían que ver con la misión salvadora de la patria. Él, como buen soldado, no las discutía: las ejecutaba. Pero empezaba a no entender algunas cosas. Cada vez le costaba más llegar a casa, reconocerse en el espejo, dormir de un tirón.
Sus padres nunca le preguntaron en qué líos andaba, quizás por lo evidente de la respuesta: su cuarto se había convertido en un búnker y él ya no era un ángel. Como trataran de imponerle su autoridad, era capaz de levantar la voz. O la mano. Ellos, lejos de amilanarse, decidieron actuar. Y lo hicieron siguiendo una política de hechos consumados: por su cuenta, sin consultarle nada. El colegio al que había ido desde niño se había convertido en el cuartel general de la patrulla, así que lo llevaron a un instituto a las afueras de Madrid. Para asegurarse de que iría a clase, al cambio de centro siguió uno de domicilio. No se lo perdonó, al menos durante el año que estuvo sin dirigirles la palabra.
La idea que de nuestro protagonista se hicieron sus camaradas fue letal: ya no era él quien llevaba los pantalones en casa. Luego era débil. Merecía el mismo trato que un inmigrante, que un yonqui, que un travesti. O uno peor, pues sabía demasiado. Que se cuidara mucho de dejarse caer por ciertas calles. Ahora sí que no entendía nada. Su aterrizaje en el instituto, con el curso ya empezado, no ayudó a que se le aclararan las ideas. Aquello le pareció un nido de hippies y de rojos. Por más que nunca había participado de la estética skin, cualquiera podía leer la crónica de los últimos años de su vida: la llevaba escrita en la mirada, endurecidísima; tanto, que nadie se atrevía a mantenérsela. Salvo esa chica que, cada mañana, le saludaba con una sonrisa de oreja a oreja. El detalle le enamoró. ¡A él, para quien las mujeres habían sido carnaza, el reposo del guerrero urbano!
Ella se lo dejó claro desde el minuto cero: quería su amistad, nada más. Él, con tal de que fuera suya, se pegó a sus amigos, un grupo de parroquia. Estaba dispuesto a todo. Bueno, a todo todo… Una vez ella le pidió que la acompañara a una pascua juvenil y él, queriéndola mucho, le dijo que no. A cambio, ella le hizo prometer un dibujo de Jesús en Getsemaní. Mientras lo dibujaba, se encontró con un hombre solo, al que traicionaban sus amigos, pero que moría por amor. A él también le habían dado de lado, pero, a diferencia de Cristo, seguía lleno de odio. Allí, en la soledad de su cuarto, por primera vez en años, rompió a llorar. No sería la última vez.
“Si quieres hacer reír a Dios…”
En otra ocasión ella y sus amigos le pidieron que les acompañara a la parroquia a echar una mano con unas cajas. En esas estaba cuando reparó en un cartel mal colgado en el tablón. Al ir a colocarlo, pudo leer: “Confesiones los miércoles después de misa”. Y pensó: “A mí es imposible que me perdonen”. Días después, y con la misma decisión con que había liderado tantísimas acciones de comando, fue a ver al cura. Quería pedirle que dejara de colgar cartelitos para engañar a los incautos, no fuera a ser que alguno se lo creyese y se hiciera ilusiones. El sacerdote, lejos de echarle con cajas destempladas, le oyó en confesión.
¿Cuándo había sido la última vez? ¡Ni se acordaba! Los pecados no los dijo, los vomitó. Llevaban ahí tantísimo tiempo pudriéndose, pudriéndole, que vaciarse de ellos fue un alivio. Mientras el cura le daba la absolución, quiso haberle dicho: “Pero ¿qué hace? ¿No ve que doy asco?”. Aunque sólo acertó a llorar. Quizás porque empezaba a entender algo: había sido salvado. Salió de allí con la expresión que era otra. ¡Por fin podían mirarle a la cara!
Mirarte a la cara. Cuando te has pasado tantos años metiendo miedo, nadie lo hace. Al principio, que no se atrevan, es un subidón. Luego puede llegar a desesperarte hasta el suicidio. Eso le pasó a aquel correligionario suyo que se tiró de lo alto de la Torre de Madrid para que, al reconocerle, tuvieran que mirarle a la cara. Así lo dejó escrito en una nota de despedida. ¿Por qué no había tomado él la vertical que va derechita a la muerte? En la respuesta a la pregunta tantas veces repetida estaban sus padres y la chica de la sonrisa. Y, mezclado con ellos, al principio de fondo, luego bien de cerca, Jesús.
Su encuentro con Él le cambió la vida, que ya no era algo que tirar a la basura, sino que proclamaba la grandeza de Dios. Dos mil años después, Cristo seguía operando milagros. Tras una adolescencia de odios y violencias, nuestro protagonista se apuntó a un curso de confirmación y comenzó a ir a misa; un verano volvió de las misiones con un montón de fotos en las que salía jugando con niños negros (¡qué hubieran dicho los camaradas!); su búsqueda de la belleza (”El mundo será salvado por la belleza y la belleza es Cristo”, Dostoyevski) hizo que se matriculara en Historia del Arte; al acabar la carrera, entró de profesor en un colegio; años atrás, la chica de la sonrisa había terminado cediendo; sonaban campanas de boda…
Aquí encaja la primera frase de la película Bella: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Oyendo misa en la catedral de Santiago, supo que el Evangelio seguía hablando. Aquella peregrinación había sido accidentada. En un alto en el camino, ya en el tramo final, cuando se duchaba, le robaron todo. Y allí estaba él, en la cripta, con ropa prestada, atento a la lectura del día. “No llevéis bolsa, ni morral, ni sandalias…”. Dios le pedía más. ¿Qué? De momento, cortar la relación con su novia.
En el seminario
Sentía que su corazón estaba hecho para amar a más personas, le iba la vida de parroquia más que la del hogar, un amigo suyo acababa de ordenarse sacerdote… ¿Acaso…? Por preguntar… En el seminario le dijeron que lo fuera mirando, sin prisas. Durante un curso, todos los sábados, a espaldas de sus padres, estuvo yendo a Introductorio. Un día, después de clase, le pidieron que se quedara. Pensó: “Ya está, no tengo vocación”. “Si quieres, empiezas mañana”, le dijeron. Al llegar a casa, le preguntó a su madre dónde guardaba las sábanas. “En el armario, ¿por?”. “No, por nada, porque mañana me marcho al seminario”. En un punto del infinito, allá donde se cruzan las paralelas y el viento da la vuelta, resuena aún la bronca de sus padres.
Esta vez los que a punto estuvieron de retirarle la palabra fueron ellos. En cinco años fueron a verlo dos veces al seminario. Una cosa es que fuera a misa todos los días -ellos, encantados- y otra que se metiera a cura. Sin embargo, hoy no quieren otra cosa para su hijo: lo ven tan feliz, tan en su sitio… Así también debieron de verlo los dos energúmenos que se colaron en su ordenación. Fueron a reventársela… y salieron hechos un lío. En los viejos tiempos, su amigo no hubiera dudado en llevarse por delante a quien se pusiera en medio. Ahora estaba dispuesto a entregar la vida. ¿Por qué? Quién sabe, quizás insistieron en la pregunta y ellos también llegaron a la única respuesta posible: Cristo.
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